EL PONTÍFICE
En un lejano poblado próximo
a las altas montañas, dos hermanos Jorge y Laureano despedían a su anciano
padre que moría envuelto en una paz completa. A los pocos días, la herencia fue
dividida y nacieron dos haciendas de lo que anteriormente era una sola tierra.
Al paso de los años, ambos
hermanos habían ya desarrollado sus respectivas vidas y reinaba entre ambos un
espíritu de colaboración y vecindad sincera. Los hijos de las dos familias
crecían unidos y en las fechas importantes, unos acudían a la casa de los otros
para celebrar los regocijos propios de las fiestas. Podía decirse que la
concordia y la fraternidad reinaban entre aquellos dos hermanos de alma grande
y serena.
Pero sucedió un día que un
mal entendido de apariencia insignificante, que podía haberse apagado en un
instante, generó tal aspereza que, como fuego arrasador, inundó a los hermanos
en separación y discordia. Al poco, el silencio tenso y el reproche bronco,
iban y venían entre aquellas dos tierras. Cada día que pasaba era más evidente
que faltaba aquella alegría de los buenos momentos pasados y del mutuo apoyo en
las tristezas.
Pasó un tiempo y de pronto,
un día cuando Laureano se levantó al alba, cuán grande fue su sorpresa al ver
como el río había sido desviado de su curso y ahora pasaba fronterizo
dividiendo aún más las dos tierras. “¡No puede ser! ¡Has ido demasiado lejos en
esta declaración de guerra!”, masculló con amargura. Fue entonces cuando su
enfado todavía se hizo más virulento, llegando a prohibir tajantemente a sus
hijos mirar o hablar con cualquier miembro de la otra casa.
El tiempo fue pasando y, con
él también crecía el resentimiento, ya dueño y señor de las dos almas. Así las
cosas, de pronto, una mañana Jorge descubrió que durante la pasada noche,
Laureano había levantado una gran verja de madera, que junto a la orilla del
río, todavía dividía más a las dos tierras. Los hermanos comprobaban incrédulos
como la bola de nieve de odio y vergüenza seguía creciendo, sobre lo que un día
atrás fueran sonrisas y hermosas promesas.
Así llegó el invierno y tras
él la primavera, hasta que una tarde a la puesta del sol, se presentó en casa
de Laureano un viajero que afirmaba ser carpintero. Pablo, que así es como se
llamaba, pedía trabajo a cambio de comida. Pablo decía que tras arreglar los
desperfectos que hubiera en el lugar seguiría la senda que llevaba. Y dado que
parecía un buen hombre, no exento de habilidades y ganas, Laureano decidió
contratar sus servicios y reparar la casa. Aquella noche de apariencia normal, como
todas, nadie imaginaba lo que Laureano vería al levantarse al día siguiente por
la mañana. Por lo que vio, aquel carpintero, por su cuenta y riesgo, se había
dedicado a construir un puente de madera que cruzaba el río, y al parecer no
contento con eso, había abierto una gran puerta en el muro que dividía ambas
haciendas.
¡Quien le dio permiso a este
señor! exclamó. No podía creer lo que sus ojos veían, al tiempo que sintió
colérico un latigazo de ira. Sin titubear, se dirigió con paso rápido y
amenazante hacia el carpintero, reclamando el despropósito de su llegada.
Al aproximarse al trabajador
que se hallaba junto al río ¡Ohhh Sorpresa! ¿Qué vieron sus ojos? Su propio
hermano avanzaba hacia él cruzando el puente con los brazos abiertos y su rostro
empañado en lágrimas:
Y le dijo: “Querido hermano.
Perdona mi orgullo y la terrible miseria que han envuelto tantos años a mi alma
atribulada. He vivido en el odio y la desconfianza, hasta que hoy, de pronto,
al despuntar el alba, he visto que habías construido un puente y que habías
abierto una gran puerta. Una puerta que no sólo he sentido que abría la valla
que separaba nuestra tierra, sino también lo más profundo de mi alma acorazada.
Hermano, tu gesto me ha conmovido, tu iniciativa ha disuelto lo que atenazaba
mi corazón de rencor y desconfianza. ¡Perdóname hermano!”
Laureano atónito, escuchaba
aquellas palabras que como música reparadora suavizaban la seca aridez de sus
íntimas moradas. Y conforme Jorge lo abrazaba compungido, Laureano sentía que
una extraña rendición abría su pecho, mientras viejas heridas sanaban. Laureano
sentía cómo aquellas lágrimas de su hermano barrían miedos soterrados que
habitaban más allá de sus infancias.
Aquella noche, agradecido por el curso de la vida, se dirigió a la
habitación del carpintero para pedirle que continuase trabajando en la casa. Al
llegar, comprobó que éste había recogido sus cosas y que se disponía a seguir
su marcha. Las miradas de ambos se encontraron, y ya no hubo palabras, el
corazón de Laureano sabía que Pablo seguiría adelante hacia otras tierras.
Laureano comprendió que muchos ríos de separación y violencia esperaban a aquel
constructor de puentes, todo un “Pontífice” que convertía la guerra en
cooperación fraterna.
Tomado del libro: Relatos Eternos, Cuentos para Aprender a
Aprender, de José María Doria.
¿Qué parte de uno mismo representa el carpintero del cuento? En
realidad el “hacedor de puentes” no es otra cosa que un “Pontífice” (ponte-fex,
fex pontem: hace el puente). ¿Por qué al más alto mandatario cristiano de
Occidente se le ha otorgado el nombre de Pontífice? ¿Tan valiosa resulta para
todos la capacidad de construir puentes?
En las esferas de la religión cristiana, el llamado Pontífice o
Papa es el máximo constructor del gran puente de la llamada religión que “re-laciona”,
“Conecta”, “re-liga” a Dios y al hombre. Una dualidad, que señalan las
religiones “ultramundanas” como lo pueda ser la religión cristiana, que en su
trasfondo muestra, una milenaria oposición entre el espíritu y la carne, el
cielo y la tierra, o bien el ángel y el diablo. Una oposición en la que El Papa
o Gran Puenteador, elegido en cónclave secreto, integrará mediante su vida y
obra.
Cualquier forma de puenteo o re-unión de cualquier dualidad, alude
al acto de disolver el velo ilusorio de la separación con que aparecen los
fenómenos y las cosas, ante nuestros sentidos. En realidad, el proceso de
hacerse adulto es un proceso de diferenciación y discriminación de todas las
cosas. Y sucede que en el “camino de vuelta a casa”, es decir cuando volvemos a
ser niños en esa sabia ancianidad, es cuando uno mismo ha realizado un
sostenido puenteo entre sus propias oposiciones y conflictos, y se adentra en
un estado de conciencia denominado por los despiertos como “unidad” o “no-dos”.
Esta acción de regresar a la inocencia
procediendo a unir e integrar todo lo percibido en una nueva y más alta unidad,
no significa acabar con las diferencias, sino más bien comprobar la existencia
de una especie de malla esencial que todo lo une y relaciona; es decir, una
energía primordial que sostiene todas las realidades en una supra-realidad. Sin
duda para alcanzar esta la experiencia de Totalidad se precisa la disolución de
la separación con que nuestra razón ve las cosas y fenómenos del mundo.
Todas las religiones de una u otra
manera han hablado de la unidad. Y es
que realmente no hay dos, tres o diez mil. Hay uno solo, llámelo como lo
quieras llamar, Dios, Brahman, la Fuente, el Tao, etc. Le hemos dado muchas interpretaciones a las
situaciones, pero lo que es cierto es que vivimos en un mundo de unidad. La separación
ha sido impuesta por nuestra manera de ver y entender el mundo.
Quizás, aquellas personas que tienen
el don de iluminarse, ven el mundo de manera completamente distinta, y pueden
entender la conexión existente entre todos los elementos y lo que sucede. Pero,
para nosotros todavía es un poco temprano.
Sin embargo, quizás lo importante de este relato es la necesidad de
construir puentes que nos permitan comunicar más y separarnos menos. Hemos insistido muchas veces, que la vida no
es lo que vemos, sino lo que interpretamos.
La realidad es neutra, el color lo colocamos nosotros.
Los hindúes tienen una bella teoría, a
la que llaman koshas:
Hablan de que existen 5 koshas, cuerpos
o envolturas, a saber:
1. Annamaya kosha. Es la parte física, corporal. Tiene que ver con el cuerpo, comida, o derivados de la comida.
2. Pranamaya kosha. Envoltura pránica, envoltura de energía, energía vital, que viene del aire, llena nuestros pulmones y alimenta nuestro sistema energético, nuestros meridianos, nadis, vasos maravillosos.
3. Manomaya kosha. Envoltorio mental, es la presencia de nuestra mente, emociones. Todo lo que alimenta nuestra mente es resultado de esa energía sutil, “manas”. Si tenemos cuidado con lo que pensamos, seremos capaces de cuidar nuestro cuerpo mental. En este cuerpo es donde se registran nuestros juicios, creencias, condicionamientos, programaciones, samskaras, vasanas, etc.
4. Vignanamaya kosha. El cuerpo de conocimiento, la intuición, la sabiduría.
5. Anandamaya kosha. Es el cuerpo de felicidad absoluta y se extiende por todo el Universo. No tiene límites. Es donde reina la verdad, la realidad y el amor.
Los cuerpos están incluidos unos en
otros hasta el Anandamaya kosha.
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