DESPEDIDA BAJO LOS MANGOS
Cuando Aurora se despidió de su hermana en el puerto de Gijón sabía que pasarían muchos años antes de volver a verla. Mientras agitaba el pañuelo frente al inmenso barco con rumbo a Caracas, un sentimiento difuso de vacío le hizo comprender que aquello no era un simple adiós, que los ojos aguados por la incertidumbre de la separación tardarían años, probablemente décadas, en volver a ver la imagen de su pequeña Filo. “Quizá cuando vuelva a verla –pensó Aurora en ese momento-, nuestros cabellos sean tan blancos como los de la abuela.”
En aquellos años una carretera tortuosa de apenas veinte kilómetros separaba el puerto de su casa. A pesar de esta distancia, el trayecto de regreso le pareció eterno. En cada parada se bajaban y subían pasajeros a los que miraba con acusación por retrasar la llegada a su casa. Ella ansiaba llegar para encerrarse en la habitación más apartada de la casa de comidas, y llorar lejos de la gente y de esas curiosas beatas que deseaban apoyarla rezando por el buen destino de su hermana en el nuevo continente. Aurora sabía que Filo estaría mejor en Venezuela que en España, ajena al miedo imperante de la posguerra. Además, su cuñado podría recuperar la dignidad y el derecho a trabajar como perito mercantil, algo que aquí le habían negado sin explicaciones ni concesiones.
Los años pasaron y Aurora fue creando con Ramo, otra de sus hermanas, un hogar alrededor de El Colón, la vieja casa de comidas frente al parque del pueblo en la que todos los martes cerraban tratos los visitantes del mercado local. Entre aquellas cartas que nunca dejaron de llegar de Caracas, un día Filo anunció a sus hermanas su primer embarazo; y luego el nacimiento de la niña, Elena; más tarde llego al mundo Manuel Antonio: y la niña comenzó el colegio, comulgó, fue al instituto y, a pesar de las huelgas en el país, logro recibirse en la Universidad de Caracas. El niño estudio arte y se casó, y se fue a buscar una vida mejor en Miami, y allí tuvo un hijo, el pequeño Juan. Y según las líneas de la vida un día murió Manuel, el esposo noble. Y Filo se quedó allí, con su hija al otro lado del océano.
A pesar de lo que decía la perfecta caligrafía de sus cartas, Aurora sabía que su hermana le tenía terror al avión y no creía posible, ni siquiera en sueños, que llegase a plantearse el regreso a España. La vida siguió su rumbo sin contratiempos en la antigua casona sobre El Colón, hasta que, poco a poco, Ramo fue permitiendo que su vida se apagase y, velada por una monja clarisa, una mañana se dejó morir. Quizás entonces, por primera vez, Aurora pensó que no tenía sentido continuar así, sola y separada de su hermana Filo, pero no quiso escuchar las propuestas de su sobrina Elena para llevársela a Caracas.
Los años fueron dejando huellas y Aurora sufrió algunos ataques de salud, algunos leves y otros los suficientemente graves como para dañar su corazón y dejarla sentada en una silla de ruedas. Quizás entonces, intuyendo que debería ser ella la que tendría que dar el paso si quería volver a ver a su hermana Filo, llamó a su sobrina para decirle que quería viajar a Caracas. Tras las oportunas revisiones y chequeos médicos, el cardiólogo aseguro no temer por su vida. Era consciente de que su paciente superaba los ochenta años, que viajaría inválida y sedada, pero sabía que la imagen de su hermana era suficiente para avivar una fuerza motivacional capaz de impulsar su organismo hasta llegar al destino.
Durmió durante casi todo el trayecto y al llegar a la casa caraqueña, Elena empujo la silla de ruedas de su tía hasta el jardín en el que estaba esperándolas Filo. La mirada entre las dos hermanas fue profunda y enigmática, y nadie podrá saber si se miraron para reconocerse así, ancianas, o se vieron como dos jovencitas que hace casi sesenta años se despidieron en el puerto de Gijón. Hablaron, rieron, discutieron, recordaron durante horas su breve vida en común y su amplia vida en la distancia. A pesar de las quejas por el calor, Aurora había recuperado la salud hasta tal punto que solamente sus dosis de medicamentos le recordaban las molestias cotidianas que sufría en España antes de partir.
Apuraban el anochecer hablando y madrugaban con la ansiedad del que no quiere perder un minuto del día porque sabe que tiene pendientes muchas actividades, hasta que una mañana, cuando ya habían departido sobre sus pasados y presentes, cuando tenían la sensación de que, en el fondo, no había pasado el tiempo porque hablaban como cuando eran adolescentes, Aurora cerro los ojos y falleció en su silla protegida del sol caribeño por una hilera de mangos.
Tomado del libro: Las Claves de la Motivación de Antonio Blanco Prieto.
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Desde comienzos de su existencia, el hombre ha sido un ser nómada, que se mueve en manadas. Es por eso que la experiencia de emigración ha existido a lo largo de la historia. Sin embargo, y en los últimos dos siglos, los catalizadores de estos movimientos migratorios han sido los conflictos políticos y las guerras, que han generado que los seres humanos se desplacen a otros lugares del planeta en búsqueda de tranquilidad y posibilidades de progreso.
La historia nos cuenta la migración de Filo y su esposo, como consecuencia de la guerra civil española, a un país del otro lado del océano, Venezuela. Y cómo a lo largo de más de sesenta años, a pesar de mantener contacto constante, no se pudieron reencontrar hasta que su hermana Aurora toma valientemente, y ya en el ocaso de su vida, la decisión de reunirse con su hermana para compartir sus últimos momentos.
Narra el encuentro y las historias infinitas que habían acumulado a lo largo de sesenta años de ausencia. Y rescato un bello pasaje que dice: “La mirada entre las dos hermanas fue profunda y enigmática, y nadie podrá saber si se miraron para reconocerse así, ancianas, o se vieron como dos jovencitas que hace casi sesenta años se despidieron en el puerto de Gijón.”
Soy hijo de un inmigrante italiano, que vino a Caracas empujado por la guerra en busca de nuevos horizontes. Desde que llegó hizo todo lo posible por salir adelante, aun cuando en algunos momentos fue doblegado por las circunstancias. Sin embargo, nunca cedió en su propósito de avanzar. Y aunque fuera difícil siempre hizo lo necesario para cuidar a su familia. Recuerdo algunas situaciones duras que le tocó vivir, como cuando fallecieron su madre y su padre en Italia; fui testigo silencioso de sus lágrimas y su tristeza. Los tuvo que llorar a la distancia y en el tiempo, porque no había manera de comunicarse con su familia. La última vez que vio a sus padres, fue cuando salió de su pueblo lleno de sueños e ilusiones. Se enteró por cartas que le llegaron a través de los amigos, semanas después de que había sucedido. A lo largo de mi vida vi el esfuerzo de mi padre por salir adelante en esta tierra desconocida, que abrazó como si fuera suya. Siempre con la esperanza de reencontrarse nuevamente con la familia en algún momento futuro. Muchas veces lo acompañaba a escuchar las historias de otros paisanos, más afortunados, que traían detalles de sus visitas a su pueblo. Siempre con emoción y alegría se sentía involucrado en cada una de esas historias. Trabajó mucho, hasta que finalmente logró hacer el esfuerzo necesario para viajar con toda su familia, porque no quería dejar a nadie atrás en esa experiencia del reencuentro.
Fui testigo del encuentro entre mi padre y sus hermanos, 28 años después de la partida de mi padre de su tierra. Cuando finalmente sucedió, las conversaciones entre mi padre y sus hermanos eran eternas, tenían tantas cosas que contarse que 24 horas eran insuficientes para ponerse al día. Recuerdo que mi padre me dijo una vez, que un extranjero siempre es un extranjero, tanto en su propio país como en el exterior. Y se daba cuenta de eso, estando en esa tierra que lo vio nacer, pero con la mirada puesta en aquella tierra que abrazó para siempre. Y pudo regresar una vez más, unos años antes de morir, pero ya no se sentía italiano. Se sentía venezolano como el que más, y murió en esta tierra que tanto quiso, al lado de la familia que formó.
Nunca antes me había planteado emigrar hasta hace poco, porque conviví con la profunda herida del inmigrante. Una herida que deja una profunda tristeza y soledad en quien la sufre, y que sin quererlo, también te la transmite. Mi padre no vino a aprovecharse de estas tierras, vino a trabajar. Y se superó; desde que llegó puso sus manos, su conocimiento y sus habilidades al servicio de esta tierra, de la que se sentía orgulloso. Tuvo el coraje de superar sus miedos, el idioma y enfrentar con optimismo todo lo que le toco vivir. Fue un ejemplo de superación para nosotros sus hijos.
Sin embargo, en esta nueva era la emigración a veces es una solución. En mi caso, ya mi familia cercana ha emigrado, buscando calidad de vida y seguridad. La calidad de vida que nuestro país le ofrece a los profesionales es pésima, en comparación con la que pueden encontrar en otros países en donde si valoran su trabajo. Entiendo perfectamente su deseo de emigrar en búsqueda de nuevos horizontes. Por otro lado, es cierto que no es lo mismo emigrar a los 30 años, que emigrar después de los 60 años. Estamos hablando de situaciones completamente distintas. Y como siempre he dicho, uno conoce muy bien a su país, y siempre habrá alguna mano dispuesta a ayudarte en cualquier trance que te toque vivir.
Emigrar es siempre un duelo, tanto para el que se va como para el que se queda. Y quizás lo único que nos queda es resignarnos a vivir con compasión y agradecimiento cada etapa que nos toca vivir. La vida es un eterno aprendizaje desde que llegamos hasta que nos toque salir de este plano. Somos unos viajeros incansables en este universo de experiencias.
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